Unas cuantas palabras sobre la historia de un
libro. Debo a Octavio Paz, quien mucho gustó de la poesía de Carrera Andrade,
el primer estímulo para la elaboración de la Antología poética publicada en 2000 por el Fondo
de Cultura Económica de México. Me pidió hace algunos años un artículo sobre el
poeta ecuatoriano para la revista “Vuelta”. Leí con rigor y atención la Obra poética completa que entonces acababa
de aparecer en 1976, en Quito. Durante la lectura fui haciendo una
preselección, sin otro propósito que el de destacar mis preferencias. Redacté
el artículo que pronto fue publicado por Paz. Semanas más tarde, tuvo que
pedirme otra nota, esta vez necrológica, sobre el poeta ecuatoriano, que había
fallecido. “Fue”, me dijo textualmente, “uno de los grandes poetas
hispanoamericanos: pocos como él en nuestra lengua supieron ver”. Más tarde,
Adolfo Castañón, entonces director de publicaciones del Fondo de Cultura
Económica, comprometió mi antología para la colección Tierra Firme. No hice
sino revisar puntualmente la que ya había preparado para mí, y el resto del
trabajo vino solo.
A pesar de que uno de los grandes placeres de
la lectura cronológica de la obra poética de Carrera Andrade, independientemente
del valor intrínseco de cada poema, radica en el descubrimiento de la unidad y
consistencia de su obra total, advertí que nada se perdía suprimiendo de la
edición algunos poemas que en mi opinión desmerecían frente al conjunto.
Pensaba, por ejemplo, en “Primavera & Compañía”, cuyos primeros versos
empiezan así:
El
almendro se compra un vestido
para hacer la primera comunión…
Ya Borges los
había reprobado en una irónica nota en “Sur” (No. 102, marzo de 1943). Estos y
otros versos me parecieron indignos del gran poeta. Trasuntaban mal gusto y esa
suerte de beatería católica que acaso perjudicó a su poesía inicial. Un pudor
estético me ordenaba suprimirlos de una selección exigente a la vez que
representativa.
El artículo para “Vuelta” se convirtió en la
columna vertebral de mi prólogo. Sin embargo, algunas ideas se me quedaron
fuera y ahora me gustaría correr el riesgo de al menos enunciarlas.
Por ejemplo, una reflexión más profunda acerca
del uso de la metáfora, figura que he encontrado vinculada, en algunos de los
mejores poemas de madurez de Carrera Andrade, a las ciencias naturales y, sin
contradicción, a una suerte de personal panteísmo.
Escribe Whitehead que la poesía, expulsada del
mundo de los hechos por la ciencia, recurrió a la ambigüedad como modo de
expresión. Carrera Andrade no se acogió a la ambigüedad sino a la metáfora que,
como sabemos, es el encuentro gozoso de dos cadenas significantes diferentes.
La ambigüedad es una incertidumbre semántica que hace posible más de una
interpretación simultánea sin que predomine ninguna, de modo que corre a cuenta
del lector el privilegiar una de ellas. La metáfora, en cambio, es la
interacción semántica de las expresiones que se combinan, apuntando hacia una
síntesis, hacia una imagen determinada y precisa. El poeta quiteño no buscaba
oscuridades ni ambigüedades como los románticos (o como Dávila Andrade, otro
ecuatoriano) sino certezas: quería hacer de la poesía un correlato de la
ciencia: era un hombre del siglo XX, era un hombre moderno. Sólo que esa
modernidad tuvo su límite en la percepción estética clásica y ordenada del
mundo. Jamás encontraremos en Carrera Andrade la dislocación sintáctica o
espacio-temporal de vanguardistas como Vallejo o Huidobro. Como Paul Cézanne en
sus cuadros, buscó en sus poemas “la armonía paralela a la naturaleza”. De ahí
que Pedro Salinas afirmó con razón que la metáfora en Carrera Andrade no era
mero ornamento para decir de un modo elegante las cosas, sino un medio de
percepción del mundo, un medio de conocimiento. Había estudiado las ciencias
naturales para respaldar sus intuiciones poéticas. El mundo ordenado de las
cosmologías de los siglos XVIII y XIX dio origen a una cosmología mecánica, a
la imagen del mundo como máquina o reloj celestial; hizo poner en marcha en
muchos artistas o intelectuales (desde Alexander Pope hasta Neruda o Carrera
Andrade) la idea de la “gran cadena del ser”. De ahí que la de Carrera Andrade,
en tanto que poesía de las cosas, sea también poesía de la solidaridad entre
las cosas. Pero no tanto, aclaro, de las cosas inanimadas, como de las cosas
vivientes que interactúan en el ciclo generativo de la vida: el árbol, la flor,
la semilla, la abeja, el pájaro, la nube. Todo tiene que ver con todo: un
elemento afecta al conjunto del universo de la misma manera en que es afectado
por él. Y este fenómeno de interdependencia que existe en la naturaleza se
refleja en sus textos en tanto que entidades poéticas. Metros y rimas son en
Carrera Andrade correspondencias, ecos, de la armonía universal –Octavio Paz dixit. Quería ante todo ver, ver
las maquinarias de la luz, es decir, de la materia, que serían el eje de su
poesía. Hay algo muy moderno a la vez que primitivo en ella: el asombro
presocrático ante el funcionamiento de la naturaleza. Y entonces nos legó
prodigios de síntesis como éste, de “Inventario de mis únicos bienes”:
La
nube en que palpita el vegetal futuro
verso que representa todo un ciclo natural. Los
secretos mecanismos de la naturaleza regidos por la luz constituyeron el tema
rector de algunos de sus mejores poemas de madurez. No la política, no la
historia (que aparece tratada retórica y decorativamente en su poesía, por
ejemplo, en “Crónica de las Indias”), pocas veces la mujer, casi nunca el amor
sexual, no la sociedad, no las inquietudes religiosas, sólo ocasionalmente la
desgarrada conciencia individual del hombre del siglo XX; sí, en cambio, el
vínculo de las cosas entre sí y del hombre con ellas. Encuentro, por ejemplo,
algo maniqueístas algunos poemas de “Hombre planetario” que abordan el tema de
la confrontación entre el mundo de antemano poético de las nubes, de la luna,
de los pájaros, y el mundo de antemano antipoético de la máquina y el
mercantilismo. Si la ciencia busca el conocimiento de la naturaleza, buena
parte de la poesía de madurez de Carrera Andrade persigue describir, no sólo
las cosas sino las cosas en su interrelación y funcionamiento y, a través de
ellas, ofrecer paraísos poéticos, edenes de los que el hombre aún no parece
haber sido expulsado: “Las cosas. O sea la vida”, escribió. Las armas de la luz, acaso su mejor
poema, es un órgano tubular donde sopla y resuena la música del mundo.
Todo es fresco en su poesía, hasta las imágenes
de la guerra, a las que idealizó con las metáforas. Marinetti o D’Annunzio
tomaron partido por la guerra y el fascismo, y su poesía fue tan pobre ética
como estéticamente. La mayoría de los grandes poetas del siglo XX, como los
surrealistas franceses, Eliot o Celan dieron, a propósito de la guerra, el
testimonio de un desgarramiento, o bien optaron, como Valéry o Rilke, por una
torre de marfil que equivalía a negarse a hacerle el juego al belicismo
reinante.
Por su sentido de la naturaleza ya descrito,
Carrera Andrade es el más ecológico (si se me permite usar el término) de los
poetas hispanoamericanos. Y esta, considero, es la diferencia sustancial con el
mexicano Carlos Pellicer, con quien lo he asociado repetidas veces por su
sensibilidad visual y alegría de vivir. Cierto, Pellicer era más vital, más
abundante, más rico en tesituras, más audaz, pero Carrera Andrade fue menos
ornamental, más riguroso y profundo, al menos en su etapa de madurez.
La poesía de
Carrera Andrade, producto de un ámbito católico, evolucionó desde el amor
franciscano por las cosas sencillas (“Conejo, hermano tímido”, escribió en un
poema) y desde cierta estrechez de miras hacia un personal panteísmo que no
ignoraba el ámbito científico y tecnológico que en apariencia lo contradecía
(ya que si el panteísmo deifica el universo, la ciencia y la tecnología lo exploran
y explotan). Su poesía inicial abundaba en una iconografía católica y
provinciana -primera comunión, frailes, monjas, campanas, iglesias y conventos-
que podríamos considerar más bien un homenaje del poeta a su entorno infantil.
Se trataba, sobre todo, de un mundo inactivo, casi inerte, percibido en una
contemplación provinciana. Pero, en virtud de los desplazamientos del poeta por
la Tierra , esa
visión fue progresivamente ampliándose hasta una panteísta y universal, como si
el catolicismo hubiese sido una limitación. O, quizá también, como si a su
catolicismo le hubieran crecido los brazos hasta el punto de abrazar con
espíritu panteísta el planeta entero.
Pero hay que evitar los facilismos. No se trata
aquí del panteísmo de los antiguos y del Oriente, según el cual, como señala
Hegel (Estética, vol. I), el término todo
no significa este o aquel ente particular, sino más bien el todo, es
decir, la substancia una, que está presente en lo particular, abstraída
de lo singular y de su realidad empírica. Se trata, más bien, en Carrera
Andrade, de un panteísmo moderno de acuerdo al cual todo significa todas
y cada una de las cosas en su singularidad concreta, por ejemplo esta
manzana o esta ventana o esta mesa con todas sus propiedades de color, peso,
forma. Y aun así, esta noción de panteísmo es, aplicada al poeta, puramente
aproximativa.
El cántico de las criaturas domésticas ha ido
transformándose paulatinamente en una celebración cósmica. El poeta sorprende
al mundo en acción, es decir, revelando (y escamoteando a la vez) los
mecanismos de su movimiento. Celebración en la que Dios y el mundo pueden ser
la misma cosa, en la que Dios parece no poseer un ser fundamentalmente distinto
del mundo. Ahora bien, como el panteísmo ofrece al menos dos variantes distintas,
conviene precisar un poco la aproximada filiación panteísta del poeta. Por un
lado, existe el panteísmo “acosmita”, que concibe a Dios como la única realidad
verdadera, a la cual se somete el mundo (que sólo sería manifestación,
desarrollo, emanación o proceso, de Dios). Por otro lado, existe un panteísmo
“ateo”, que concibe al Universo como la única realidad verdadera, a la cual se
somete Dios (que sólo sería el factor que le da unidad, el principio
-generalmente “orgánico o racional”- de la Naturaleza , el fin de la Naturaleza , la
autoconciencia del Mundo, etc.) En ambos casos, el panteísmo excluye la
posibilidad de una visión trascendente del mundo y niega la existencia de un
Dios personal. Mi lectura de la poesía de madurez de Carrera Andrade me lleva a
sospechar que el suyo era más bien un panteísmo ateo. Sus tardías lecturas de
Hölderlin y Novalis lo condujeron a afirmar sus creencias panteístas. Esto no
quiere decir, sin embargo, que su poesía haya bruscamente cambiado de carácter
hasta volverse romántica, con su Weltschmerz
(dolor del mundo), con sus sombras y el deseo de absorción en el universo. Su
poesía seguirá siendo hasta el final optimista y de una claridad mediterránea,
aunque ocasionalmente visite la sombra y nos deje poemas admirables. Cualquier
lectura atenta de sus poemas nos conducirá a la concepción del mundo como
inmanente. Sin embargo, Carrera Andrade poseía un gran pudor intelectual y
moral como para negar a Dios: lo que hizo, en cambio, fue afirmar la certeza
del mundo material -con todo y su misterio (léase “Mundo con llave”, otro de
sus grandes poemas)- y constatar la condición finita y temporal del hombre en
medio de un mundo pletórico de objetos que también nacen, viven, perecen, pero
rebrotan, conformando un “ciclo infinito de animales / y semillas, de insectos
y de plantas / que comanda la luz, la luz suprema”. El poeta no niega a Dios:
lo excluye de su discurso. Cada cosa tiene su Dios y hacia él se dirigen las
criaturas: la raíz, las hojas, los pájaros, el lento mineral, el pez. En esta
teleología,
El
hombre sólo tiene la palabra
para
buscar la luz
o
viajar al país sin ecos de la nada.
No está demás precisar que su fe no es tanto
religiosa ni filosófica, cuanto una fe poética, más profunda, quizá, que la fe
racional. Afirmar su panteísmo es sólo una manera de aproximarse a una
cosmovisión personal, que no se agota en esta adjetivación. “Eternidad”,
escribe, “te busco en cada cosa”, verso que, en sí mismo, puede dar lugar tanto
a una concepción inmanente del universo como a su contraria, una trascendente.
Pero, si leemos con atención todo ese poema (“Hombre planetario”, V), nos
inclinaremos por la concepción inmanente, es decir, panteísta, del mundo.
De este modo, pues, el niño se ha convertido en
adulto y su fe se ha vuelto también más adulta. Entonces escribe los puntos
señeros de su obra lírica: sus homenajes a la luz suprema –su gran certeza- que
comanda las batallas entre los seres vivos. Estas batallas no se libran entre
los hombres, sino entre los elementos naturales, más activos que nunca, esos
pequeños seres que al fecundarse, al polinizarse, mueren y resucitan en un
ciclo infinito que afirma la eternidad de la materia. Y las metáforas con que
el poeta expresa este pensamiento se han vuelto cada vez más justas y precisas,
cada vez más necesarias para mostrar un mundo en transformación constante, a
pesar de que la metáfora tiende -por su naturaleza sintética, por ser una
preciosa acuñación del lenguaje- a inmovilizarlo todo. El mundo poético de
Carrera Andrade no es del todo inmune a esta paradoja que se desarrolla en su
interior: el contraste entre un mundo objetual, temporal y dinámico que esa
poesía se propone mostrar, y el medio que utiliza para mostrarlo: la metáfora,
esa apretada síntesis, esa fusión de contrarios, que tiende a detener el
movimiento verbal. En este poetizar contra sus propias contradicciones internas
reside, en buena parte, el arte singular del gran poeta ecuatoriano.
Es ya un tópico, un lugar común afirmar que la
de Carrera Andrade es poesía del viaje. Lo es, pero no sólo como registro
externo del mundo, sino como viaje interior: una poesía que ha ido actuando
desde dentro sobre sí misma para responder a una cambiante cosmovisión. A
medida que el poeta se desplaza por el mundo, también su sensiblidad y su
pensamiento se expanden hacia adentro, desde el catolicismo elemental, icónico,
provinciano, hacia ese panteísmo que se deleita en preguntarse, mediante
frescas metáforas, acerca de los mecanismos de la naturaleza:
¿Dónde
se encuentra, rosa,
tu máquina secreta
que te forma y enciende, brasa viva
del carbón de la sombra
y te impulsa a lo alto
a expresar en carmín y terciopelo
tu gozo de vivir sobre la tierra?
Los versos
católicos y provincianos de “Primavera & compañía” quedaron atrás para ceder
su lugar a los versos cósmicos y panteístas de “Las armas de la luz”, o de Hombre planetario:
Seres elementales, plantas, piedras,
animalillos libres y perfectos:
fragmentos nada más del puro cántico
total del universo.
Si examinamos
la suerte de los mayores poetas ecuatorianos del siglo XX, advertiremos una
constante: todos fueron poetas viajeros (Escudero o Carrera Andrade,
diplomáticos; Adoum, exiliado en Chile y en China, empleado de la UNESCO en París;
autoexiliados como Gangotena, César Dávila Andrade o Francisco Tobar García) y,
sin el contacto con otras culturas y otros ámbitos, su obra, sin duda, habría
sido, no sólo distinta, sino más limitada. En ningún otro poeta este contacto
fue tan benéfico como en Carrera Andrade quien, como nadie en Ecuador a tal
nivel, supo dar el salto de un catolicismo de provincia a un panteísmo cósmico.
Quizá encontremos en la literatura ecuatoriana a un poeta más complejo,
inspirado y desbordante, que es César Dávila Andrade, pero ninguno tan
disciplinado y seguro en sus recursos y en sus propósitos, ninguno tan fiel al
mundo postulado y creado, verso a verso, a lo largo de cincuenta años, como
Jorge Carrera Andrade. Viaje, ciencia y panteísmo son, pues, tres cuerdas que
en la obra de este gran poeta van indisolublemente anudadas.
México, junio
de 2002
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